LO FEO EN EL MUNDO CLÁSICO


“Por lo general tenemos una imagen estereotipada del mundo griego nacida de la idealización que de la civilización griega se hizo en la época neoclásica.

En nuestros museos vemos estatuas de Afrodita o de Apolo que exhiben una belleza idealizada en la blancura del mármol. En el siglo IV A.C Policleto realizó una estatua, llama luego el Canon , en la que estaban encarnadas todas las reglas para una proporción ideal, y más tarde Vitrubio dictó las proporciones corporales exactas en fracciones de la figura entera: la cara tenía que ser 1/10 de la longitud total, la cabeza 1/8 , la longitud del tórax ¼, etc.

Es natural que partiendo de esta idea de belleza se consideraran feos todos aquellos seres  que no se adecuaban a estas proporciones.

Pero si los antiguos idealizaron la belleza, el neoclasicismo idealizó a los antiguos ,olvidando que estos últimos (influidos a menudo por tradiciones orientales) también transmitieron a la tradición occidental imágenes de una serie de seres  que eran la encarnación misma de la desproporción, la negación de todo canon.

El ideal griego de la perfección lo representaba la kalokagathia, término que nace  de la unión de kalós  (traducido de manera genérica  como “bello”)  y agathós  (término que suele traducirse por “bueno” pero que abarca toda una serie de valores positivos).

Se ha observado que ser kalós y agathós definía en términos generales lo que en el mundo anglosajón  sería después la noción aristocrática de gentleman, persona de aspecto digno, valor, estilo, habilidad, y evidentes virtudes deportivas, militares y morales.

Teniendo en cuenta este ideal, la civilización griega elaboró una extensa literatura sobre la relación entre fealdad física y fealdad moral….”


Eco, Umberto. Historia de la fealdad. Lumen Barcelona 2007 pág 23

LO BELLO SEGÚN PLATÓN

“Sócrates: Recientemente, alguien me llevó a una situación apurada en una conversación, al censurar yo unas cosas por feas y alabar otras por bellas, haciéndome esta pregunta de un modo insolente:

“¿De dónde sabes tú Sócrates, qué cosas son bellas y qué otras son feas?…”

Hipias: Sócrates, sábelo bien, si hay que decir la verdad, una doncella bella es algo bello…

Sócrates: Qué agradable eres, Sócrates! Dirá el. ¿No es algo bello una yegua bella a la que incluso, el dios ha alabado en oráculo?

¿Qué le contestaremos Hipias? ¿No es cierto que debemos decir que también la yegua, la que es bella es algo bello?…

Hipias: Tienes razón Sócrates, puesto que también el dios dice esto con verdad. En efecto, en mi tierra hay yeguas muy bellas.

Sócrates: “Sea”, dirá el ¿Y una lira bella no es algo bello?…

¿Y una olla bella?…

Si un buen alfarero hubiera dado forma a la olla , aislada, redonda, y bien cocida, como algunas bellas ollas de dos asas …si me preguntan por una olla así, habría que admitir que es bella…

Hipias: Así es Sócrates, creo yo.

También es bella esta vasija si está bien hecha, pero, en suma ,esto no merece ser juzgado como algo bello  en comparación con una yegua , con una doncella y con todas las demás cosas bellas…

Sócrates: Está bien. Ya comprendo, Hipias, que entonces nosotros debemos responder lo siguiente al que nos hace tal pregunta.

“Amigo, tu ignoras que es verdad lo que dice Heráclito, que sin duda, el más bello de los monos es feo en comparación con la especie humana y que la olla más bella es fea en comparación con las doncellas…

Si alguien compara a las doncellas con las diosas , ¿no experimentará lo mismo que al comparar las ollas con las doncellas? ¿No es cierto que la doncella más bella parecerá fea?…”

PLATÓN HIPIAS MAYOR 286-289

“- En verdad, querido Agatón, me pareció que has introducido bien tu discurso cuando decías que había que exponer primero cuál era la naturaleza de Eros Amor mismo y luego sus obras. Este principio me gusta mucho. Ea, pues, ya que a propósito de Eros me explicaste, por lo demás, espléndida y formidablemente, cómo era, dime también lo siguiente: ¿es acaso Eros de tal naturaleza que debe ser amor de algo o de nada? Y no pregunto si es amor de una madre o de un padre -pues sería ridícula la pregunta de si Eros es amor de madre o de padre-, sino como si acerca de la palabra misma «padre» preguntara: ¿es el padre de alguien o no? Sin duda me dirías, si quisieras respóndeme correctamente, que el padre es padre de un hijo o de una hija. ¿O no?

– Claro que sí -dijo Agatón.

– ¿Y no ocurre lo mismo con la palabra «madre»?

También en esto estuvo de acuerdo.

– Pues bien -dijo Sócrates- respóndeme todavía un poco más, para que entiendas mejor lo que quiero. Si te preguntara: ¿ y qué ?, ¿un hermano, en tanto que hermano, es hermano de alguien o no?

Agatón respondió que lo era.

¿Y no lo es de un hermano o de una hermana?

Agatón asintió.

– Intenta, entonces -prosiguió Sócrates-, decir lo mismo acerca del amor. ¿Es Eros amor de algo o de nada?

Por supuesto que lo es de algo.

– Pues bien -dijo Sócrates-, guárdate esto en tu mente y acuérdate de que cosa es el amor. Pero ahora respóndeme sólo a esto: ¿desea Eros aquello de lo que es amor o no?

– Naturalmente -dijo.

¿Y desea y ama lo que desea y ama cuando lo posee, o cuando no lo posee?

– Probablemente -dijo Agatón- cuando no lo posee.

– Considera, pues -continuó Sócrates-, si en lugar de probablemente no es necesario que sea así, esto es, lo que desea aquello de lo que está falto y no lo desea si no está falto de ello. A mí, en efecto, me parece extraordinario, Agatón, que necesariamente sea así. ¿Y a tí cómo te parece?

– También a mí me lo parece -dijo Agatón.

– Dices bien. Pues, ¿desearía alguien ser alto, si es alto, o fuerte, si es fuerte?

– Imposible, según lo que hemos acordado.

– Porque, naturalmente, el que ya lo es no podría estar falto de estas cualidades.

– Tienes razón.

– Pues si -continuó Sócrates-, el que es fuerte, quisiera ser fuerte, el que es rápido, ser rápido, el que está sano, ser sano… -tal vez, en efecto, alguno podría pensar, a propósito de estas cualidades y de todas las similares a éstas, que quienes son así y las poseen desean también aquello que poseen; y lo digo precisamente para que no nos engañemos. -Estas personas, Agatón, si te fijas bien, necesariamente poseen en el momento actual cada una de las cualidades que poseen, quieran o no. ¿Y quién desearía precisamente tener lo que ya tiene? Mas cuando alguien nos diga: Yo, que estoy sano, quisiera también estar sano, y siendo rico quiero también ser rico, y deseo lo mismo que poseo, le diríamos: Tú, hombre, que ya tienes riqueza, salud y fuerza, lo que quieres realmente es tener eso también en el futuro, pues en el momento actual, al menos, quieras o no, ya lo posees. Examina, pues, si cuando dices ‘deseo lo que tengo’ no quieres decir en realidad otra cosa que ‘quiero tener también en el futuro lo que en la actualidad tengo’ ¿Acaso no estaría de acuerdo?

Agatón afirmó que lo estaría. Entonces Sócrates dijo:

¿Y amar aquello que aún no está a disposición de uno ni se posee no es precisamente esto, es decir, que uno tenga también en el futuro la conservación y mantenimiento de estas cualidades?

– Sin duda -dijo Agatón.

– Por tanto, también éste y cualquier otro que sienta deseo, desea lo que no tiene a su disposición y no está presente, lo que no posee, lo que él no es y de lo que está falto. ¿No son éstas, más o menos, las cosas de las que hay deseo y amor?

– Por supuesto -dijo Agatón…

Sócrates  :… ¿no es verdad que Eros sería amor de la belleza y no de la fealdad?

Agatón estuvo de acuerdo en esto.

¿Pero no se ha acordado que ama aquello de lo que está falto y no posee?

– Sí -dijo.

– Luego Eros no posee belleza y está falto de ella.

– Necesariamente -afirmó.

– ¿Y qué? Lo que está falto de belleza y no la posee en absoluto, ¿dices tú que es bello?

– No, por supuesto.

– ¿Reconoces entonces todavía que Eros es bello, si esto es así?

– Me parece, Sócrates -dijo Agatón-, que no sabía nada de lo que antes dije.

– Y, sin embargo -continuó Sócrates-, hablaste bien, Agatón. Pero respóndeme todavía un poco más. ¿Las cosas buenas no te parece que son también bellas?

– A mí, al menos, me lo parece.

– Entonces, si Eros está falto de cosas bellas y si las cosas buenas son bellas, estará falto también de cosas buenas.

– Yo, Sócrates -dijo Agatón-, no podría contradecirte. Por consiguiente, que sea como dices.

En absoluto -replicó Sócrates-; es a la verdad, querido Agatón, a la que no puedes contradecir, ya que a Sócrates no es nada difícil…


Pero voy a dejarte por ahora y les contaré el discurso sobre Eros que oí un día de labios de una mujer de Matinea, Diotima, que era sabia en éstas y otras muchas cosas…

– ¿Cómo dices, Diotima? -le dije yo-. ¿Entonces Eros es feo y malo?

– Habla mejor -dijo ella-. ¿Crees que lo que no sea bello necesariamente habrá de ser feo?

Exactamente.

¿Y lo que no sea sabio, ignorante? ¿No te has dado cuenta de que hay algo intermedio entre la sabiduría y la ignorancia?

– ¿Qué es ello?

– ¿No sabes -dijo- que el opinar rectamente, incluso sin poder dar razón de ello, no es ni saber, pues una cosa de la que no se puede dar razón no podría ser conocimiento, ni tampoco ignorancia, pues lo que posee realidad no puede ser ignorancia? la recta opinión es, pues, algo así como una cosa intermedia entre el conocimiento y la ignorancia.

– Tienes razón.

– No pretendas, por tanto, que lo que no es bello sea necesariamente feo, ni lo que no es bueno, malo. Y así también respecto a Eros, puesto que tú mismo estás de acuerdo en que no es ni bueno ni bello, no creas tampoco que ha de ser feo y malo, sino algo intermedio entre estos dos…

– ¿Qué puede ser entonces Eros, un mortal?

– En absoluto.

– ¿Pues qué entonces?

– Como en los ejemplos anteriores, algo intermedio entre lo mortal y lo inmortal.

– ¿Y qué es ello Diotima?

– Un gran «genio», Sócrates. Pues también todo lo que es genio está entre la divinidad y lo mortal.

– ¿Y qué poder tiene?

  • – Interpreta y comunica a los dioses las cosas de los hombres y a los hombres las de los dioses, súplicas y sacrificios de los unos y de los otros órdenes y recompensas por los sacrificios. Al estar en medio de unos y otros llena el espacio entre ambos, de suerte que el todo queda unido consigo mismo como un continuo…

– ¿Y quién es su padre y su madre?

– Es más largo de contar, pero, con todo, te lo diré Sócrates. Cuando nació Afrodita, los dioses celebraron un banquete y, entre otros, estaba también Poros, el hijo de Metis. Después que terminaron de comer, vino a mendigar Penía, como era de esperar en una ocasión festiva, y estaba cerca de la puerta. Mientras, Poros, embriagado de néctar -pues aún no existía el vino-, entró en el jardín de Zeus y, entorpecido por la embriaguez, se durmió. Entonces Penía, tramando, impulsada por su carencia de recursos, hacerse un hijo de Poros, se acuesta a su lado y concibió a Eros. Por esta razón, precisamente, es Eros también acompañante y escudero de Afrodita, al ser engendrado en la fiesta del nacimiento de la Diosa y al ser, a la vez, por naturaleza un amante de lo bello, dado que también Afrodita es bella. Siendo hijo, pues, de Poros y Penía, Eros se ha quedado con las siguientes características. En primer lugar, es siempre pobre, y lejos de ser delicado y bello, como cree la mayoría, es más bien duro y seco, descalzo y sin casa, duerme siempre en el suelo y descubierto, se acuesta a la intemperie en las puertas y al borde de los caminos, compañero siempre inseparable de la indigencia por tener la naturaleza de su madre. Pero, por otra parte, de acuerdo a la naturaleza de su padre, está al acecho de lo bello y de lo bueno; es valiente, audaz y activo, hábil cazador, siempre urdiendo alguna trama, ávido de sabiduría y rico en recursos, filosofa a lo largo de toda su vida, y es un charlatán terrible, un embelesador y un sofista. No es por naturaleza ni inmortal ni mortal, sino que en el mismo día unas veces florece y vive, cuando está en la abundancia, y otras muere, pero recobra la vida de nuevo gracias a la naturaleza de su padre. Mas lo que consigue siempre se le escapa, de suerte que Eros nunca ni está falto de recursos ni es rico, y está, además, en el medio de la sabiduría y la ignorancia. Pues la cosa es como sigue: ninguno de los dioses filosofa ni desea ser sabio, porque ya lo es, como tampoco ama la sabiduría cualquier otro que sea sabio. Por otro lado, los ignorantes ni filosofan ni desean hacerse sabios, pues en esto estriba el mal de la ignorancia: en no ser ni noble, ni bueno, ni sabio y tener la ilusión de serlo en grado suficiente. Así, pues, el que no cree estar necesitado no desea tampoco lo que no cree necesitar.

– ¿Quiénes son, Diotima, entonces, los que aman la sabiduría, si no son ni los sabios ni los ignorantes?

– Hasta para un niño es ya evidente que son los que están en medio de estos dos, entre los cuales estará también Eros. La sabiduría, en efecto, es una de las cosas más bellas y Eros es amor de lo bello, de modo que Eros es necesariamente amante de la sabiduría filósofo, y por ser amante de la sabiduría está, por tanto, en medio del sabio y del ignorante. Y la causa de esto es también su nacimiento, ya que es hijo de un padre sabio y rico en recursos y de una madre no sabia e indigente. Ésta es, pues, querido Sócrates, la naturaleza de este genio. Pero, en cuanto a lo que tú pensaste que era Eros, no hay nada sorprendente en ello. Tú creíste, según me parece deducirlo de lo que dices, que Eros era lo amado y no lo que ama amante. Por esta razón, me imagino, te parecía

Eros totalmente bello, pues lo que es susceptible de ser amado es también lo verdaderamente bello, delicado, perfecto y digno de ser tenido por dichoso, mientras que lo que ama amante tiene un carácter diferente, tal como yo lo describí…

– Por la posesión de las cosas buenas, en efecto, los felices son felices, y ya no hay necesidad de añadir la pregunta de por qué quiere ser feliz el que quiere serlo, sino que la respuesta parece que tiene su fin.

– Tienes razón.

– Ahora bien, esa voluntad y ese deseo, ¿crees que es común a todos los hombres y que todos quieren poseer siempre lo que es bueno? ¿O cómo piensas tú?

– Así, que es común a todos.

– ¿Por qué entonces Sócrates, no decimos que todos aman, si realmente todos aman lo mismo y siempre, sino que decimos que unos aman y otros no?

– También a mí me asombra eso…”

Platón El Banquete. Resumen del discurso de Sócrates.

“…Sócrates (que expresa sus ideas atribuyéndoselas a Diotima , una sacerdotisa ficticia) demuestra que, si cada uno desea lo que no tiene, Eros no será ni bello ni bueno , sino una especie de demon de naturaleza ambigua, mera tensión hacia los valores ideales que siempre pretende alcanzar.

Eros es el hijo de Penia (la escasez, la necesidad) y de Poros (el recurso), y como tal hereda de la madre el aspecto miserable (es duro y seco, descalzo y sin casa) y del padre la capacidad de estar “al acecho” y de “ir a la caza” de lo que es bueno.

En este sentido, es típico de Eros el deseo de procrear para satisfacer el deseo humano de inmortalidad.

Sin embargo , más allá de la procreación física está la procreación de valores espirituales, de la poesía a la filosofía, a través de los cuales se obtiene la inmortalidad de la gloria.

Podría decirse que los simples engendran hijos, mientras que los que cultivan la aristocracia del espíritu engendran belleza y sabiduría…

En esta tensión el hombre verdaderamente kalós y agathós no solo considera “más valiosa la belleza de las almas que la de los cuerpos” …en este contexto Alcibíades traza el famoso elogio de la aparente fealdad de Sócrates, que tiene aspecto exterior de sileno pero que esconde bajo esos rasgos una profunda belleza interior…”

Umberto Eco. Historia de la Fealdad


IDEAS DE COSAS FEAS SEGÚN PLATÓN

–        “¿Y acaso también…cosas tales como una  forma en  si y por sí de  justo, de bello, de bueno y de todas las cosas de este tipo?

–        Si…

–        ¿Y qué? ¿Una forma de hombre, separada de nosotros y de todos cuantos son como nosotros, una forma en sí de hombre, o de fuego, o de agua?

–        Por cierto…,a propósito de ellas, Parménides, muchas veces me he visto en la dificultad de decidir si ha de decirse lo mismo que  sobre las anteriores, o bien algo diferente.

–        Y en lo que concierne a estas cosas que podrían parecer ridículas, tales como pelo, barro y basura, y cualquier otra de lo más despreciable y sin ninguna importancia, ¿también dudas si debe admitirse, de cada una de ellas, una Forma separada y que sea diferente de esas cosas que están ahí, al alcance de la mano? ¿O no?

–        De ningún modo!…Estas cosas que vemos sin duda también son . Pero figurarse que hay de ellas una forma sería absurdo…”

–          PLATÓN PARMÉNIDES 130.

LA ALEGORÍA DE LA CAVERNA

Ahora, continué diciendo, imagínate de la siguiente manera nuestra naturaleza, según que recibe o no la debida educación. Figúrate unos hombres en una habitación subterránea al modo de una caverna, que tenga la entrada vuelta hacia la luz y larga como toda ella. En ella se encuentran desde niños, con las piernas y el cuello atados, teniendo que permanecer en el mismo sitio y no pudiendo ver más que lo que tienen delante, imposibilitados como están por las ataduras de mover la cabeza en torno. La luz de un fuego colocado en lo alto y a lo lejos brilla detrás de ellos. Entre este fuego y los presos hay un camino alto. A lo largo de este camino figúrate levantada una tapia, algo así como las mamparas que ponen delante los titiriteros, frente al público, y por encima de las cuales exhiben los títeres.

Me lo figuro, dijo.

Figúrate, pues, a lo largo de esta tapia hombres llevando cosas de todas clases que sobresalgan de la tapia, y figuras humanas y de animales de piedra y de madera, hechas de todas formas -como es natural, unos hablando, otros callados, los que las llevan y pasan.

Cuadro extravagante pintas, dijo, y extravagantes presos.

Iguales a nosotros, repuse yo. Pues bien, y en primer término, ¿crees que unos presos semejantes pueden haber visto de sí mismos y de los demás otra cosa que sus sombras proyectadas por el fuego sobre la pared de la caverna que tienen enfrente?

¿Cómo, dijo, si están forzados a tener la cabeza inmóvil toda su vida?

Y de las cosas que llevan los que pasan ¿no es lo mismo?

¿Qué, si no?

Si, pues, pudiesen conversar unos con otros ¿no piensas que estarían convencidos de hablar de las cosas mismas, al hablar de las sombras que ven?

Forzosamente.

¿Y si la prisión tuviese un eco que saliese de la pared de enfrente de ellos? Cada vez que uno de los que pasan hablase ¿crees que podrían pensar que quien hablaba era otra cosa que la sombra que pasase por la pared?

Por Zeus, no, dijo.

Unos presos semejantes, seguí yo, no podrían en absoluto convencerse de que la verdad fuese nada distinto de las sombras de las cosas.

Con toda necesidad, dijo.

Pues considera, proseguí yo, cuáles serían los efectos de soltarles y librarles de sus ataduras y de la imbecilidad en que se encuentran sumidos, si por obra de naturaleza les acaeciese lo siguiente. Cuando se soltase a uno y se le obligase a ponerse de repente en pie, a mover el cuello, a andar y a levantar la vista hacia la luz, al hacer todo esto sentiría dolores y se sentiría imposibilitado por las vibraciones de la luz para ver las cosas de que veía las sombras un momento antes. ¿Qué crees que diría, si alguien le dijese que un momento antes veía naderías, pero que ahora algo más cerca de la realidad y vuelto hacia las cosas más reales, veía más exactamente? ¿Y si, enseñándole cada una de las cosas que pasan, se le obligase, preguntándole, a responder lo que era? ¿No crees que se encontraría en un callejón sin salida y que estaría convencido de que las cosas que veía un momento antes eran más verdaderas que las que le enseñan ahora?

Mucho más, dijo.

Y si le forzasen a mirar a la luz misma ¿no crees que le dolerían los ojos, y que dando la vuelta huiría hacia aquellas cosas que podía ver, y que estaría convencido de que éstas eran en realidad más claras que las que le enseñaban?

Así es, dijo.

Y si, proseguí, le arrastrasen de allí a la fuerza por la subida ruda y escarpada, y no le soltasen hasta haberle sacado a rastras a la luz del sol, ¿es que no crees que padecería, y que se exasperaría de que le arrastrasen, y que desde que hubiese llegado a la luz tendría los ojos llenos de su resplandor, y no podría ver ni una sola de las cosas que llamamos ahora las verdaderas cosas?

No podría, dijo, al menos en seguida.

Tendría falta, en efecto, de la costumbre, creo yo, si quería ver las cosas de la parte alta. Primero vería con más facilidad las sombras, después las imágenes de los hombres y las de las demás cosas en las aguas, más tarde las cosas mismas, y a partir de aquí contemplaría las cosas del cielo y el cielo mismo de noche, levantando la vista a la luz de las estrellas y de la luna, más fácilmente que de día el sol y su luz.

¿Cómo no?

Por fin, creo yo, sería el sol, no su reflejo en las aguas ni en ninguna otra superficie, sino él mismo, en sí mismo y en su lugar mismo, lo que podría mirar y contemplar como es.

Necesariamente, dijo.

Y después de esto podría ya inferir acerca de él que él era quien traía consigo las estaciones y los años, quien regía todas las cosas del espacio visible y quien era causa en alguna manera de todas aquellas cosas que veían en la caverna.

Evidente, dijo, que vendría a parar en esto después de lo otro.

¿Qué, entonces? ¿No crees que, acordándose de su primera habitación, de la sabiduría que allí reinaba y de los presos con él, se sentiría feliz del cambio y los compadecería?

Y tanto.

En cuanto a los honores y a los elogios, si algunos se tributaban mutuamente, y a las recompensas concedidas al que viese con una vista más aguda las cosas que se pasaban, y al que recordase mejor las que acostumbrasen a desfilar primero, después o a la vez, y por esto fuese más capaz de predecir lo que fuese a suceder, ¿te parece que sentiría afán de ellos y qué tendría celos de los que recibiesen honores y poseyesen el poder entre ellos? ¿O no experimentaría lo que dice Homero, y no querría ciertamente «ser un jornalero y trabajar para otro pobre», y sufrir cualquier cosa, mejor que tener aquellas opiniones y vivir de aquella manera?

Así creo yo, dijo; mejor aceptaría sufrirlo todo que vivir de aquella manera.

Pues piensa todavía esto, proseguí. Si este hombre, bajando de nuevo, se sentase en el mismo asiento, ¿es que no tendría los ojos completamente oscurecidos, volviendo de pronto del sol?

Y tanto, dijo.

Y si tuviese falta de rivalizar en juzgar de nuevo las sombras con los que hubiesen estado presos siempre; en tanto tuviese la vista débil, antes de que los ojos hubiesen recuperado su fuerza -tiempo de acostumbrarse que no sería pequeño- ¿es que no daría risa y no dirían de él que por haber subido arriba volvía habiendo echado a perder los ojos, y que no merece la pena ni siquiera el intentar subir? Y al que se pusiera a soltarlos y a llevarlos arriba, si pudiesen cogerlo en sus manos y matarlo, ¿no lo matarían?

Ciertamente, dijo.

Pues bien, proseguí, esta alegoría, querido Glaucón, debe aplicarse íntegramente a lo dicho antes, comparando el mundo que se percibe por la vista a la prisión y la luz del fuego encendido en ella a la fuerza del sol. Y si tomas la subida y la contemplación de las cosas de la parte alta por la ascensión del alma al espacio inteligible, no te apartarás de lo que yo creo, supuesto que es lo que sientes afán por oír de mí. Dios sabe si será verdad. Mas si he de atenerme a mi parecer, lo que me parece es que en los confines de lo cognoscible está y se ve, con dificultad, la idea del Bien; pero que, vista, hay que concluir que ella es para todos la causa de todas las cosas rectas y bellas; que en lo visible ha engendrado la luz y el señor de ella, y en lo inteligible, ella misma señora, dispensa la verdad y la inteligencia;  y que le hace falta verla al que quiere obrar cuerdamente en lo privado y en lo público.

Yo también creo como tú, dijo, al menos hasta donde puedo.

Adelante, pues, proseguí, y cree como yo también esto, es decir, no te admires que los que han llegado allá no quieran ocuparse en las cosas humanas, sino que sus almas se esfuercen por permanecer siempre arriba. Natural, si es una vez más según la alegoría desarrollada.

Y tan natural, dijo.

Pero ¿qué? ¿Crees que es cosa de admiración, proseguí, que viniendo de las divinas visiones a las míseras humanas, se haga mala figura y se parezca ciertamente ridículo, al ser forzado, teniendo aún la vista débil y antes de haberse acostumbrado suficientemente a la presente oscuridad, a litigar en los tribunales o en otra parte, acerca de las sombras de lo justo, o de las imágenes cuyas son las sombras, y a rivalizar acerca de estos temas, en la forma en que puedan ser comprendidos por los que no han visto jamás la justicia misma?

No, no es cosa de admiración, dijo.

Entonces, si los hombres fuesen inteligentes, proseguí, recordarían que es de dos maneras y por dos causas como resultan turbados los ojos, pasando de la luz a la oscuridad y de la oscuridad a la luz. Considerando, pues, que esto mismo le sucede también al alma, al ver a una desconcertada e imposibilitada de divisar algo, no se reirían sin razón, sino que tratarían de averiguar si es que, al volver de una vida más luminosa estaba oscurecida por la falta de costumbre, o por pasar de una mayor ignorancia a la vida más luminosa resultaba llena de vibraciones de la luz más relumbrantes; y entonces, a una la tendrían por feliz de su accidente y de su vida; a la otra, la compadecerían,  y si querían reír a costa de ella, la risa sería menos ridícula que el reírse de la que desciende de la luz.

Hablas muy exactamente, dijo.
Y la verdad es, proseguí, que si a la facultad que tiene esta naturaleza se le amputasen desde la misma niñez esas como masas de plomo que entran en el género de lo mudable, que los festines y las voluptuosidades y los placeres de esta índole adhieren a la naturaleza y que hacen al alma dirigir la vista hacia abajo; si despojada de ellas, se la dirigiese hacia la verdad, la misma facultad, en los mismos hombres, vería con toda agudeza aquellas otras cosas, como estas a que se halla vuelta ahora.

Es natural, por lo menos, dijo.

Pero ¿qué? ¿No es natural también, proseguí y necesario por todo lo dicho, que ni los que no han recibido la debida educación y los que no han hecho la experiencia de la verdad gobiernen bien la ciudad, ni aquellos a quienes se ha dejado dedicarse a su educación hasta el fin, los unos porque no tienen en la vida ninguna mira por la que hacer todo cuanto puedan hacer en lo privado y en lo público, los otros porque, a ser voluntariamente, no obrarían, persuadidos de habitar, vivientes aún, en las islas de los Bienaventurados?

Verdad es, dijo.

Obra nuestra, pues, proseguí, de los fundadores, forzar a las mejores naturalezas a dedicarse a la ciencia que hemos dicho antes que es la mejor de todas, a ver el Bien, a hacer aquella subida, y cuando, después de haber subido, hayan visto bastante, no permitirles lo que se les permite ahora.

¿Qué?

El quedarse allá, proseguí, y no querer bajar de nuevo  con los presos, ni participar de sus fatigas y sus honores, más mezquinos o más valiosos.

Les diremos, en efecto, que los así formados en las otras ciudades no participan, fundadamente, en las fatigas de ellas, porque se forman por sí mismos, a pesar del régimen de cada una, y el que se ha hecho a sí mismo, y a nadie debe su sustento, tiene derecho a no querer pagar a nadie lo que le ha sustentado. Pero a vosotros os hemos formado nosotros, para vosotros mismos y para el resto de la ciudad, como a los jefes y reyes de las colmenas, mejor y más acabadamente educados que aquellos y más capaces de participar de ambas cosas. Es menester, pues, bajar, cada cual a su vez, a la común habitación de los demás, y es menester acostumbrarse a contemplar las cosas oscuras; porque, acostumbrados, veréis mil veces mejor que los de allí, y conoceréis cada una de las imágenes, qué sea y de qué, por haber visto la verdad acerca de las cosas bellas, justas y buenas. Y así la ciudad habitará, para nosotros y para vosotros, un suelo y no un sueño, como ahora habitan las más, porque luchan por una sombra unos contra otros y se sublevan por el mando, como si fuese un gran bien. Pero la verdad es que la ciudad en que menos ávidos del gobierno sean los llamados a gobernar será la mejor administrada y con menos sublevaciones, por necesidad; y la que tenga los gobernantes contrarios, al contrario.

PLATÓN República, Libro VII, 514 a/ 520 d.

Análisis de la Alegoría de la Caverna.

LA ALEGORÍA DE LA CAVERNA: RECREACIÓN